La Vespa roja y la panadería Budista (1 y 2).

La Vespa roja y la panadería budista (1 y 2)


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Acabábamos de terminar la clase de yoga. Nos subimos al auto mi novia y yo. Ella me había convencido de que entrara a estas dinámicas, pues pensaba que ayudarían a controlar mi déficit de atención no diagnosticado, así como mi ansiedad disfrazada de hiperactividad.

Sabes amor, llegué de vuelta tarde a la panadería. ¿Sí? el tráfico esta de la fregada, supe que los de los 400 pueblos otra vez tomaron reforma, eje central e insurgentes, que han engordado aun más, pues a los tamales que les regala gobierno, les meten manteca de cerdo drogado con krocodil. Te quería contar Ale, un paciente me recomendó que me consiguiera una moto, que con eso se esquiva el tráfico y en verdad lo estoy considerando. Ay Patricio, tú con tus inventos, tienes 30 años corazón, ya no estás para esos trotes, al rato hasta vas a querer repartir pan a domicilio. Bueno, pero estarás de acuerdo en que una motoneta no es de tanto riesgo, además es automática y si puedo andar en bici, esto, seguro será tranquilo. Ay Pato, vamos a sacarte esas idas de la cabeza y a descansar, recuerda que mañana tenemos que ir a la fiesta de Lule y no quiero que se me vayan a ver ojeras, además, písale que es viernes de quincena y no tarda en atascarse el tráfico.

Cuando Alejandra se lo proponía lograba que yo hiciera tarugadas que jamás me hubiera imaginado, cómo meterme a estas clases de yoga. Su técnica era sencilla, me lo chupaba mientras manejaba y así, no sólo no sentía el tráfico, sino que se inhibía en mi cerebro, cualquier idea innovadora o intención de ir en contra de ella. En esta ocasión no podía ser diferente. Íbamos oyendo radio felicidad, nunca he entendido por qué chingados le llaman así a esa estación, si todo lo que ponen son canciones tristes, oxidadas y de muy antaño. Pero hoy no estaban tan mal. Ir escuchando a Johnny Laboriel cantando “Hey Lupe” mientras la Ale se empeñaba en sacar todas mis intenciones motoristas, me aligeraba un mucho el final del día.

Alejandra llevaba viviendo conmigo ya dos años, ella me conoció cuando heredé la panadería de mi padre. El murió de cáncer en el testículo, cuando yo acababa de terminar arquitectura, así que con un negocio en marcha, más el ingreso fijo y constante que este proporcionaba, no volví a ver la posibilidad de ejercer. Ahí conocí a Ale, era la cajera de la panadería y aunque muchos rumoraban que mi jefe se la tiraba, yo jamás les hice caso. Nunca tuve pruebas y tampoco me interesaba, ni las buscaba. No es que fuera muy seguro de mi o que tuviera una alta autoestima. Sólo, que no me gustaba perder el tiempo en especulaciones y en esas fechas, mi prioridad era terminar la carrera. Siempre valoré de Alejandra, el hecho de ser tan luchona e independiente. Cuando adquirí el control de la panadería, inmediatamente renunció. Decía que nos la pasaríamos viéndonos todo el día y que eso le restaría chispa a la relación, así que se metió como recepcionista en una clínica que quedaba justo en el camino entre la panadería y nuestra casa. Ella sólo había acabado la prepa cómo técnica en enfermería, así que se sentía más en su ambiente ahora en ese lugar, que en la pana. Cómo era un centro médico-spa de medicina alternativa, la habían convencido sus compañeras, de que la yoga, nos podía ayudar a mejorar nuestra vida íntima, así como con mis constantes crisis de ausencia. Comenzamos a tomar clases 3 veces por semana, lunes miércoles y viernes. Siempre a la misma hora. Yo cerraba la panadería y pasaba por ella en nuestro coche para irnos a estas clases de caribean yoga, que sólo eran una variante de Naam Yoga, pero con música de Tropical Panamá, Mark Anthony, Celia Cruz y otros cumbiamberos.

Hay ocasiones en que se cuadran los astros de tal forma. Sucede lo que los pederastas llaman “milagro” e incluso las técnicas de Alejandra sucumben. Yo acababa de terminar en su boca. Ella era tan limpia como un gato y no dejaba ni huella de su paso,  justo cuando estaba subiéndome la bragueta, se nos atravesó una motoneta muy ruidosa, que me hizo frenar bruscamente. Le alcancé a dar un leve golpe y el motorista cayó con todo y su máquina al suelo. No parecía ser gran cosa, pues se incorporó inmediatamente. Pero yo no podía moverme, ya que él permanecía frente a mi coche, revisando el ligero raspón que le había inferido y sacudiéndose la suciedad por la caída.

-Bájate y dale 200 pesos amor, nos va a hacer llegar tarde vida.

-Sí, deja veo que tiene, no parece haber sido nada serio.

Me bajé del auto y recogí la mariconera que había botado al piso, en su prioridad por revisar el estado de su motoneta. Se la entregué y me la arrebató molesto. Se la colgó de nuevo.

-Hola, disculpa amigo, creo que te atravesaste canijo ¿estás bien?

-¿Cual atravesaste!, si invadiste mi carril cabrón, claro que no te fijaste porque aún estabas en trance y con temblorina por la chupada que te venían dando ¡mira cómo quedo la nalguita de mi Morpheus! Toda raspada.

-¿Morpheus? ¿Le pusiste nombre a tu moto?

-No es una moto mi hermano, es un Vespa y sí se llama Morpheus.

No podía argumentar mucho a mi favor, lo miré con asombro y disgusto mientras me terminaba de subir el zipper del pantalón. Había escuchado muchas veces de locos que no sólo le ponían nombre a sus genitales, sino que esta manía, los llevaba a nombrar también sus pertenencias personales como sus coches, motos, bicis e incluso ponerle apellido a sus perros o gatos. Estaba ante uno de esos.

-¿Y como le hacemos bro? ¿Cuánto quieres por los daños?

Los gritos de Alejandra nos hicieron voltear a cada uno con sorpresa.

-¡Te damos 200 varos carnalito, pero ya hazte a un lado por favor, que tenemos prisa!

-Dile a tu mujer que esto no vale 200 pesos mi hermano.

-Es mi novia bro, no hagas mucho caso, sí, tenemos prisa, pero veo que tú, que es lo más importante, estás bien y los fierros siempre tendrán compostura, dime cuanto sería y nos ponemos de acuerdo.

-Mira. No tengo la menor idea cabrón. Déjame lo reviso con mi hojalatero al rato o mañana y nos llamamos, sólo déjame en garantía tu credencial de elector y algo que valga la pena cómo… Tu reloj y me comprometo a buscarte para que me pagues.

-Soy Patricio Feregrino. -Yo soy Obiguan Mújica. Chocamos las manos y acordamos las formas, los tiempos para vernos y saldar la cuenta. Le dejé mi credencial del IFE, mi reloj polar y quedamos en que me buscaría en la brevedad. La pendejeada masiva, me esperaba dentro del coche.

-¿Cómo que le dejaste el reloj que te regalé, pedazo de tarado?

-Amor, yo fui el infractor, se ve que es buena persona.

-Seguramente con lo que saque de la venta de tú reloj, ¡estupidín! tendrá para comprarse otra moto igual de vieja y fea como la que traía.

-¿Qué te puedo decir amor?

-Tal vez, que después de esto, te quedó más claro que una moto no es la solución… Y con lo distraído que eres, en cualquier semáforo alguien igual de puñetas que tú, sí te mata.

Alejandra tenía su onda con las groserías. Generalmente no decía ninguna, pero cuando iniciaba con la primera, no la podías parar. A mí en verdad me excitaba verla vociferar todo su repertorio. En realidad, nunca les ponía mucha atención, a las guarradas que me espetaba ya molesta, lo que me fascinaba, era ver cómo adelgazaba los labios, gesticulaba de mil formas siempre distintas y pelaba los ojos como si estuviera maravillada por algo. Yo podía medir su grado de enojo por diferentes señales o signos, si apenas estaba emputada, los ojos se clavaban y parecía que jamás volverían a parpadear. Si ya el grado de encabronamiento era intermedio, a parte de lo antes mencionado, también apuntaba y sacudía su índice a la nada, con las sacudidas despeinaba su fleco, que luego acomodaba con el mismo dedo acusador. Cuando en verdad estaba que se la cargaba la verga de enojo, odio, frustración y arrechez, podíamos observar también las venas de su cuello hinchadas, al igual que una que se le formaba al centro de la frente; más todo el combo: Dedo, improperios de mecánico y mirada competitiva.

Ella era la hija única de una familia muy humilde. Sus padres habían llegado al Distrito Federal a principios de los 80, en busca de una oportunidad laboral, de crecimiento. Dicen, que había sido prematura y constantemente contaban la anécdota de que al nacer, había tenido complicaciones, por lo que tuvieron que canalizarla y buscarle una vena, cómo no encontraron ninguna, atacaron la mas notoria, la de la frente y por ahí le habían infiltrado todas los medicamentos y soluciones que la mantuvieron con vida. Siempre pensé, que debido a su prematurez, es que se mantenía flaca, y era bajita. Una mujer muy bella, tenía facciones muy finas. Cabello negro intenso, grueso y muy lacio. Apenas abajo del hombro. Tez blanca cadavérica, ojos café claro, nariz recta pero con una ligera imperfección que si la mirabas de frente y con cuidado notabas tendencia a la derecha, por el tabique desviado. Sus orejas eran pequeñitas, me causaban mucha gracia, chicas pero pegadas a su cráneo.  El labio superior parecía un perfecto y estético techo de dos aguas, mientras que el inferior, ligeramente más grueso tenía una cicatriz apenas visible, producto de una pelea en la secu. El berrinche era su hobby, y ganar era su deporte.

Esa noche llegamos solo un poco mas tarde de lo esperado. Mientras ella tomaba posesión del baño para desmaquillarse y ponerse sus diferentes cremas regeneradoras, yo le seguía dando vueltas a la imagen de la moto de Obiguan. Claro que las conocía. Recuerdo de chico haber visto con mi abuelo “Roman Holliday” una película gringa, típico drama de amor y aventura en que esta mítica motocicleta robó reflectores. También durante mis años de universitario, el diseño de la misma se había convertido en un fetiche de muchos de los catedráticos que me impartían clase. Esta me había dejado maravillado. Era blanca, no tenía idea del año y el chavo éste, la traía tapizada de estampitas de grupos de Rock, me llamó mucho la atención una de la banda “The Who” y otra de “Rigo es amor”, Sólo portaba pegatinas en la salpicadera abollada. El lado derecho. De hecho, únicamente en ese lado presentaba daños. No tenía ningún otro golpe afortunadamente. De repente vino a mi cabeza, que de seguro ya se le había caído varias veces de ese mismo hemisferio, cada sticker, seguro y representaba una historia distinta.

Me preparé un porro, destapé una vicky y me senté frente a la computadora en el estudio. En lo que se prendía el monitor, abrí la ventana para que circulara el aire. Alejandra odiaba el olor a mota, aunque ella también le daba sus jalones, siempre se hacía de la boca chiquita a la hora de comulgar con mi herbolaria, pero le succionaba a las hookahs con la misma intensidad que un neonato a la mamila. La droga nos había salvado cómo pareja y siempre sentí que le debía mucho. Me ayudaba con mis depresiones así como con la falta de atención y a conciliar el sueño. A Alejandra, le bajaba su mal humor, aparte, cuando andaba bien grifa, siento que era cuando más disfrutaba del sexo. Combinar su cachondez post-mota con su capacidad para guarrear, no tenían precio.

Comencé a ver diferentes imágenes y modelos de Vespas. Me documenté y aprendí en menos de 30 minutos de mucho más de lo que yo hubiera imaginado de esta mítica motoneta. Para mi sorpresa, encontré que había un club de Vespistas en nuestra ciudad y al entrar a la página de este grupo, había fotos de Obiguan y su Vespa así como de otras Vespas por todos lados, de todos colores. Por lo que podía notar, era un miembro bastante activo. Tenían rodadas a carretera cada mes y se veían todos los jueves, en una cantina de mala muerte cerca del centro, pegados a la zona rosa. Observé un par de videos de sus salidas a diferentes eventos. Se hacían llamar “Los Malportados”.

2

De lo poco que recuerdo de mi madre, es que me cuidaba demasiado, al grado que muchas veces me pregunté en la prepa, si de haber seguido viva, me hubiese vuelto maricón por su tan marcada influencia y atenciones en desborde. Ella tenía sus por qués. Aparentemente y desde muy pequeño, me habían diagnosticado con “crisis de ausencia” porque tendía a quedarme mirando a la nada, sin una explicación aparente. Durante la infancia, estoy seguro que no existía el diagnóstico de déficit de atención e hiperactividad, porque de haber sido así, me habrían etiquetado desde entonces. No creo que hubiera tenido mucha diferencia en cuanto al manejo medicamentoso. Los neurolépticos que me recetaban, unos chochos que me chutaba desde los 5 años, evitaban que las crisis fueran frecuentes. Estos episodios, sólo se me presentaban una vez por mes. Más adelante, durante la adolescencia, me introdujeron al “Retalin”. Le llamaban, la cocaína de los niños y vaya, no había servido mucho en mi enfermedad, pero seguro que me había hecho popular en la escuela.

Yo se la intercambiaba a mis amigas en los últimos años de secundaria, así como todo el bachiller, por escarceos y favores sexuales en los picos hormonales. Sentía, que en verdad no requería de ese medicamento, sin esas drogas, me concentraba mucho mejor en todo lo que me proponía. Pero, fue el inicio con diferentes sustancias que probé y he probado a lo largo de mi vida. La mota me relajaba durante las noches. El hachís me ponía de buen humor  y el micropunto o LSD favorecía mi interacción con los amigos y la gente en sí. Odiaba a la gente, así como a las fiestas, reuniones, pero esta diminuta pastilla me hacía tolerarles y culminar hasta el final de los raves, sin ser tomado como un antisocial o un puto raro.

Seguía clavado al monitor. Caleidoscopio de Vespas rojas, Vespas blancas, azules. Formando la bandera de Francia ¿por qué relacionaba a Francia con las Vespas? No tengo idea. Sus posa-pies se convertían en velas de barco, alas que se fusionaban y me llevaban a navegar. Yo flotaba. Prismas de luz y color. Ahora observaba que me hablaban, que se abría un orificio cómo boca, bajo su faro circular, eran cíclopes poderosos y amigables. Me invitaban, como te invita esa amiga de tu mamá a que se la metas de perrito, cuándo eres adolescente y sientes emoción por la osadía que vas a completar. Sólo que esta es una moto, una máquina monocilíndrica, un armatoste de metal y hule invitándome a que la monte y descubra lugares distintos a los hasta ahora conocidos. Las Vespas eran italianas, no francesas. Tal vez era mi fijación con las francesas y su acento a la hora de hacer el amor ¿por qué relacionaba al sexo ahora con las Vespas? No tengo la menor idea… Tal vez, porque cada uno, te transporta de maneras distintas a lugares de placer. La zanahoria que nunca haz de alcanzar. Pero, exacto, me quedaba un poco más claro que representaban eso, la pertenencia o paternidad que brindan un país, una cofradía o un club, la atracción que provoca una mujer por determinada estética, curvas o diseño ¿y el acento? Tal vez el sonido de las Vespas, ese papapapapa constante, se sincronizaba, en algún momento, con los latidos del corazón. Así sonaba la Vespa de Obiguan. Hace poco, veía un estudio de la UCLA, que revelaba qué, las parejas después de un tiempo viviendo juntos, latían a la par. O sea, que sus corazones se armonizaban y palpitaban en la misma sincronía. Yo no estaba muy seguro de si el mío latía, en la misma frecuencia que el de Alejandra. Era muy bella, muy cabrona. Seguramente, tenían que adaptarse a latir de la misma forma, al paso del tiempo; con el cúmulo de vivencias, papapapapa… Al compartir del mismo pan de susto o la misma impresión, alegría o emoción. En ese momento, cuando ambos pares de ojos, absortos con el mismo paisaje, la escena productora de la sensación que fuera, en ese preciso instante comenzaban a latir a la par papapapapa. Más, estaba seguro de que el mío, tuvo que irse adaptando a las frecuencias de ella y no al revés. Si siempre que había un desacuerdo, yo terminaba cediendo ante una chupada, eso sólo quería decir que ella había encontrado el hilo para meterme en su sintonía. Y yo que pensaba que la penetraba a ella ¿latíamos a la par? No sé, pero ahora las paredes de mi cuarto palpitaban, papapapapa tun ta-tun ta-tun ta… No debo mezclar jash, con mota y salvia. Mi díler siempre me recuerda que es un acto tan pendejo, como mezclar whiskey con ron y cerveza. Pero me hace sentir bien. Dicen que la felicidad son muchas cosas, para mí, representa este cuarto, con las medallas de carreras ganadas colgadas, con el título de mi carrera enclavado atrás del ordenador, no porque fuera un gran logro o me sintiera “él” arquitecto, sino porque ese pedazo de cuero de cochino, era el recuerdo de mis mejores años. Y no habían sido hace mucho tiempo. Las fotos, los marcos, la pantalla de mi monitor, que me proyectaba las imágenes de chicas, que jamás podría tener pero que me ayudaban a descargarme cuando Alejandra, andaba en sus días de no me toques, papapapapa tun ta-tun ta-tun ta. Dicen que la felicidad es muchas cosas, para mí siempre es esta madriguera, ahora palpitante, estas paredes henchidas de recuerdos. ¿Cómo se sentirá  manejar una Vespa? ¿Será muy diferente a otro scooter o una motocicleta cualquiera?… Siempre que combinaba mota con jash y salvia, me venía un rush creativo, en el que prolongaba el efecto onírico de la salvia, de los ojos de pastora y lo mejor de todo, es que pasado el efecto, podía dormir y ensoñar. Me alejaba de los problemas de la panadería y de los reclamos constantes de Alejandra, por mi falta de interés en lo que ella llamaba “el crecimiento del negocio”.

Seguramente mi papá hubiera estado de acuerdo con ella. Él había fundado la panadería antes de que yo naciera. En más de 30 años de negocio, nunca vio la necesidad de la expansión. El percibía como crecimiento, a la posibilidad de abastecer a tenderos de barrio, que pasaban cada mañana con su canasto. Le dedicaba sólo cuatro horas al día, el resto del trabajo se lo dejaba a los empleados, decía qué, si un negocio no era capaz de darte tiempo con la familia; entonces no era el negocio ideal. Yo intentaba copiar ese tipo de observaciones de mi padre, pero no era nada bueno. Pésimo. Ale, Alejandra tenía muy clavada la onda de que “al ojo del amo, engorda el caballo” y yo me quedaba todos los días al frente. La pana, cómo solíamos llamarla ella y yo. Nos proveía de lo necesario para vivir bien y dar trabajo a varias familias que dependían de nuestro negocio. Pero yo, hace mucho que no era feliz. Era feliz cuando la penetraba, cuando hacíamos el amor o la veía carcajear con desparpajo. Cuando recordaba cómo nos conocimos y los ideales que cargábamos, cada uno, en nuestra respectiva mochila de vida por aquellos tiempos. Papapapapa.

Cuando la conocí, ella apenas llevaba un par de días trabajando con mi jefe en la pana. Yo debía de pasar por el dinero de la colegiatura, pues ese día se vencía mi prórroga de pago. No recuerdo haber abonado una mensualidad a tiempo. Mi padre no tenía efectivo esa mañana y me pidió, que en el camino a la universidad, pasara al negocio por el dinero. Me llevaba bien con todo el personal, ya qué, era común que trabajara por temporadas para hacerme de centavos. También les veía en las fiestas de fin de año o en los cumpleaños de mi padre, ahí también acudían todos.

Ella era nueva. Yo acostumbraba siempre, a entrar por la puerta trasera de la panadería, esa era la forma en que podía saludar primero a Don Celedonio. Don Cele era el jefe de panaderos, llevaba trabajando para mi padre desde que este la había inaugurado. Como mi madre había fallecido cuando estaba todavía en primaria, eran eternas las horas que yo gastaba con Don Cele, cerca de los hornos, en la pana. Escuchaba sus pláticas y anécdotas acerca de su pueblo natal. Patzcuaro. Recibía sus consejos cuando estos eran necesarios, aunque difícilmente los seguía. De hecho, él había sido el primero en introducirme al mundo del cannabis. Don Cele se preparaba unos panqués de harina de centeno, chocolate e incluía mota. Los comía siempre, antes de cerrar la panadería, pues así le daba tiempo de llegar a su casa con sueño, aprovechaba el efecto relajante y como padecía de artritis por años de amasar la harina, también encontraba alivio. Una noche; se le olvidaron sobre un mesón que estaba justo, a un lado de la puerta trasera de la pana. Por andar con las pinches prisas. Al día siguiente, me regresaron de la escuela porque había temblado en la ciudad y todavía andaba la gente friqueada por el sismo que nos había sacudido, apenas un año atrás. Yo estaba en sexto de primaria. Cuando me dejaron, me recibió Don Cele por la puerta trasera, apenas entré y corrió al baño pues lo invadían tremendas ganas de desaguarse. Detecté el panqué y me lo engullí con mi frutsy de guayaba. Cuando Don Cele salió del baño, se dio cuenta inmediatamente de lo que había sucedido. Pidió que lo vomitara, quezque porque estaba echado a perder, por más esfuerzos que hice no pude. Pero el milagro sucedió. Antes de eso, mi padre no encontraba la forma de que mejorara en la escuela, todos creían que seguía deprimido por la muerte de mi madre. Aparte y cómo vendía a escondidas el Retalín que me prescribían en la escuela, las crisis de ausencia no parecían mejorar. Pero aquel día todo cambió. Una vez que la digestión hizo de las suyas, pasaron 30 minutos y el panqué con truco, cruzó la segunda porción de mi duodeno. Me calmé. Don Cele logró que lo escuchara, con la atención que un alumno Shaolin le pone a su maestro. Ese día y en delante, lejos de representar el problema que era para todo el staff de la pana, me había convertido en una gran ayuda para lo que se ofreciera, dedicaba mi tiempo libre a terminar las tareas, a dibujar ciudades ficticias bajo el agua, siempre encerradas en burbujas de cristal. Le debía mucho a Don Cele.

Pero el día que la conocí no vi a Don Celedonio. Saludé al resto de los panaderos cómo en una jornada cualquiera. Mucho había cambiado la pana desde los tiempos que yo la había conocido de niño. En aquel entonces, sólo teníamos un horno de adobe al que papá y Don Celedonio, explotaban al máximo para bastecer las necesidades de la clientela. Habían decidido conservar el de adobe, sólo para clientes preferenciales y ciertas recetas. Ahora habían agregado dos hornos eléctricos con todas sus bondades. El negocio había evolucionado acorde con las exigencias del cliente, lo que no parecía cambiar eran las formas de administrar de mi padre. Me obligaba a ir por el dinero de la colegiatura a la panadería, cuando él podía llevárselo al final del día o enviar a cualquiera de los ayudantes de cocina a pagar directamente a mi universidad. Prefería que yo fuera; como una especie de juego creativo, aparentemente no calculado. Siempre me lo dejaba con alguien distinto. Así que casi en automático y cuando yo iba con esos fines le preguntaba al primero que me topaba después de abrir la puerta, si mi papá me había dejado “el sobre”. Cuando abrí, también iba de salida Víctor, uno de los chalanes consentidos de mi padre, le pregunté y me dijo que lo tenía en caja Alejandra, la recepcionista, la cajera. Le di las gracias, chocamos manos y al pasar junto a mí, le desaté la cuerda que ajustaba su mandil de panadero. Solo volteó a verme con la mueca de desaprobación pero respeto que se le tiene al hijo del dueño.

Ahí estaba ella. Detrás del mostrador, con la altanería de una Anne Hathaway ochentera y pettite. Chupando una tutsy pop. En ese entonces con el cabello corto, cómo niño de colegio católico, chamarra levi’s de mezclilla con su parche de kiss al frente, arremangada, con decenas de pulseras de bordados multicolor en ambas muñecas. Al verme salir del cuarto de hornos supuso quien era.

-¿Patricio verdad?

-Sí.

-Tu padre, Don José, te dejó este sobre.

-Gracias… ¿cómo te llamas?…

Víctor ya me había dicho su nombre, claro que no le había puesto atención, menos ahora, ¿cómo hacer un rewind, 5 minutos en el tiempo?, si ahora estaba perdido en lo negro y profundo de sus ojos, en sus labios glaseados de dulce, chupando de esa paleta en búsqueda de su centro chicloso, que después masticaría por horas hasta quitarle todo el sabor, todo el color. Lo envolvería en un trozo de papel, que habría encontrado por ahí o usaría algún ticket de compra, que algún cliente habría olvidado en el mostrador, para guardarlo luego en la bolsa de su campera. Decolorado y sin sabor. Como ahora me guardaba a mí en las bolsas de chamarras, en los pantalones quirúrgicos azules, que le obligaban ahora a usar en su lugar de trabajo, en la guantera del coche, misma en la que siempre traía el estuche de maquillar, junto al manual mecánico, con la boleta de tenencia.

Papapapapa-toc toc toc… La única puerta que tocaba de la casa, antes de entrar, era la de mi espacio, la del estudio. Ella le llamaba a éste cuarto “La caja de pandora”. Eres una cajita de mamadas, guardada en tu caja de pandora. Así decía cuando me encerraba. Cada toc toc toc acompañado del apócope de mi nombre ¡Pato, Pato! Me traía de nuevo a la realidad que había decidido vivir con ella, se quebraban mis recuerdos del pasado, de su chamarra, cabello corto, rebeldía, las idas a la pana, por diversión o por dinero para volver a este tiempo y espacio, de hacer por deber, con pizcas de querer y evidencias de crudeza. Tal vez nos faltó cocción, tal vez nunca debió ser.

Pasa amor, adelante. Pato, ¿estás otra vez cruzado amor? ¡Puta madre cabrón, eres un comesolo egoísta y culero de mierda, puto! ¡Y yo todavía, que se la mamo al princeso, todo el puto camino, para que vengas, te encierres en este pinche cuarto y te pierda por el resto de la mierdera noche! ¿Dónde está el puto jiter! ¡pinche yonky!

-¿Qué, cómo me llamo?

-Sí

-Alejandra


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