Para mi madre con mucho cariño recordando a su “borrega”
Principio del formulario
Jamás tuve motivos para despreciar a mi Abuelo Pancho y por algo raro, recuerdo ciertos rasgos en mi actitud o mi conducta que vistas en retrospectiva, pudieran dar la impresión de que así fue. No recuerdo haber sido realmente empático con él. Sí, tengo muy vagas imágenes de tías o primos siendo descorteces. Es probable que de ahí surgiera mi antipatía, por ser parte de ese grupo. Por socializar, pero tampoco lo puedo asegurar. No sé mucho de su vida realmente, probablemente nada. Solo poseo vagos recuerdos de sus visitas a casa de mi abuela en el centro de Monterrey y en San Nicolás. Tengo imágenes de que llegaba siempre cargando cajas amarradas con mecate, dentro de las que llevaba cosas que traía de Cuatro Ciénegas. Siendo completamente franco, no sentía de la familia, un júbilo o una gran expectativa por su llegada. Claro que cuando ya estaba en casa de la Abuela o de cualquiera de los tíos, era imposible no verlo. No percibir su presencia era como no notar ese vello que te crece en la punta de la nariz. Primero por el olor, que era característico. Insufrible. Don Francisco Zamarrón fumaba cigarrillos marca «fiesta», muy apestosos. Si a eso le agregamos que aunque se bañaba diario, acostumbraba a darle vuelta a la ropa varios días, o sea; si él notaba que aún aguantaba, seguía con ella. Mi abuelo vivía solo y seguramente en sus prioridades del día a día, el cuidado personal era algo de menor importancia. Tal vez y si nunca hubiera escuchado de boca de alguno de mis primos o tíos: “qué feo huele Don Pancho”, seguro y jamás lo hubiera identificado mi cerebro como un mal olor. No lo sé.
He intentado en momentos de ocio, fabricarme o construirme una imagen de Don Pancho y de cómo vivía en su pueblo. En su Ciénegas. Le imagino en sus años fuertes, levantándose temprano, preparar su café, sacar alguna gorda de azúcar para acompañar sus reflexiones matutinas ¿qué pasaría por su cabeza? Imagino que se preguntaba el estado de las cabras, del ganado, de la siembra ¿qué estoy diciendo? Ni siquiera tengo la menor idea de si mi abuelo sembraba algo, supe por platicas de mi madre, que cuando ella era niña, tenían una carnicería, entonces a fuerza que tenía ganado. De las cabras sí estoy seguro, pues en mi cerebro guardo la ocasión en que de niño, me llevó a su rancho.
Llegamos a una pequeña casa con paredes blancas y percudidas, me impresionó mucho el grosor de las mismas, este lo podías adivinar, por la profundidad del hueco de la ventana. Años después entendí que era adobe. Ahí dentro, me sirvió agua en una taza de peltre, era el agua más hidratante que mi boca ha probado, seguro y tiene que ver con que era del subsuelo, de ese subsuelo milenario lleno de minerales y de esos mares subterráneos que dicen que yacen bajo el desierto coahuilense. Descolgó de un tendedero de mecate, un pedazo de carne seca y me lo entregó también. Luego me pidió que lo acompañara afuera junto con el resto de mis primos. Al avanzar rumbo a un corral, el olor a caca de vaca mezclado con la sequedad del ambiente y el frió, me hicieron darme cuenta que estaba en un rancho. Jamás me desagradó ese olor, de hecho y por algún motivo raro, me remite a libertad. Don Pacho se siguió a no sé donde, acompañado del séquito de nietos que revoloteaban en su periferia. Yo me paré frente al corral de las cabras. Apenas a un par de metros de distancia. Me llamó poderosamente la atención observar cómo estaban todas juntas bebiendo o comiendo algo, que a la distancia no identificaba muy bien. Eran muchas, tal vez más de 20 o 30. De repente y de entre todas ellas, una hizo contacto visual conmigo, ojo con ojo. Parecía una lucha de ver quién parpadeaba primero. Apuesto a que la acción del contacto visual apenas duró dos o tres segundos, pero en mi acervo de recuerdos y en ese momento, para mí, parecieron horas. Era el macho alfa de la camada. Sin dejar de verme se arrancó, iba en mi dirección. Ahora con la cabeza gacha y a toda velocidad, se estrelló contra uno de los postes del corral que lo encerraba. El que quedaba justo delante de mi humanidad. Fue tal el impacto y la fuerza que llevaba consigo este cabro, que no solo sacudió al poste. Como si una marea u oleada energética que seguía más allá del corral, se expandiera como lo hacen las bombas nucleares, esta onda vibratoria me alcanzó y caí de nalgas, con el corazón tan agitado que quería abandonar mi cuerpo. Sentí la arena del desierto en mis manos, y el dolor en mi culo por tan fuerte trancazo. A pesar de estar en el suelo, el cabro y yo conservábamos el contacto visual. Yo estaba en una especie de trance o hipnosis. El sonido de la típica risotada de Don Pancho me sacó de ese estado -¿Qué pasó, lo asustó el animal? Jajaja-.
Comencé a incorporarme con ayuda de su mano dura y rasposa como lija. Inmediatamente mi abuelo me invitó a que acompañara a mis primos a conocer más de su rancho. Mientras caminaba, me iba sacudiendo la tierra o arena de las nalgas. El trozo de carne seca seguía en mi mano.
Otro momento que también he atesorado, es cuando me presentó a un caballo llamado Rayo. Después de regalármelo y asegurarme que cada que yo visitará a Ciénegas, lo podría montar, caminamos entre unos arbustos chaparros, me preguntó si quería una tuna. Fue una de las impresiones más grandes que me llevé en esa etapa. Arrancó la tuna de una nopalera. Tomó el fruto con sus manos, así sin guantes ni nada, sacó una navaja que traía colgada a la cintura, guardada en una funda de cuero y la peló en cuestión de segundos. Hasta la fecha me pregunto ¿cómo puedo ser tan maricona para no aguantar una espina en la mano o en el pie? Cuando, seguramente mi Abuelo ni las sentía del callo que el trabajo y otras actividades habían provocado en ellas. Años después, también me enteré que el mismo cuadrúpedo era regalado a cada uno de sus nietos, pero con diferente nombre, podía llamarse: Rayo, Lucero, Indio etcétera. Con eso sólo veo la enseñanza del reciclaje, sustentabilidad y creatividad que nos heredó el viejo, mucho antes de que estuviera puesta en moda por los jipis o ambientalistas.
Jamás sabré realmente cuantas canciones podía tocar con la guitarra. Solo recuerdo una. Era un corrido del Potro Lobo gateado y la Yegua colorada. Desde que tengo uso de conciencia, me pareció bastante cómica esta especie de zoofilia de la gente de rancho para con los caballos. Esta canción resultaba para mí un buen ejemplo. Reconozco no haberle puesto mucha atención en su momento, sólo me quedaba claro que era acerca de una carrera que terminaba por ser ganada, por el caballo que menos se esperaba. También el típico “tun-ta-ta-tun-ta-ta” de mi abuelo que tampoco era tan simple, pues de repente lo adornaba con uno o dos punteos. Supe que tenía buen oído por mi Tía Rosa María, que jamás había tomado una clase de guitarra y que todo lo sacaba por su cuenta. Que también para el violín era rifado. Apenas esta semana me tomé el tiempo de leer la letra de esa canción que tanto le gustaba a mi Abuelo.
Provocó en mí, gran sorpresa. Es la historia de un vaquero, que lleva a cambiar su yegua colorada por el potro lobo gateado. Que para darle santo y seña, le dice al hacendado, dueño del mismo potro, que es el caballo que nadie ha podido amansar (o sea que es un caso imposible para que se ponga «flojito y cooperando» en la negociación). El hacendado le dice que no sólo le hace el cambio, sino que aparte le da 1500.00 varos para que se vaya contento. Aquí hago una pequeña pausa. Suspiro. Sonrío. Pego un trago al café. No puedo creer, que apenas y acaba de lograr más de lo que quería el vaquero, e inmediatamente visualiza que puede agarrar de su buey al pobre hacendado, acto seguido, le canta una apuesta. Sería en una carrera pactada para el día de la Candelaria ¿por qué?… ¿Por qué si ya obtuvo lo que quería?… ¿Para qué hacerle calzón chino y bullying al pobre hacendado? El final es predecible, el potro lobo gateado le gana a la yegua colorada y seguramente el vaquero se hace millonario. El hacendado paga y surge material para un nuevo corrido. ¿Qué le gustaba tanto de esta canción o himno del gandallísmo a mi abuelo? ¿Acaso él se visualizaba como ese potro lobo gateado duro de domesticar o amansar pero que con el trato adecuado, valía mucho más? Quiero pensar que era una especie de mensaje de perseverancia, de nunca quedarse con lo apenas ganado, un famoso “todo ganado, todo por ganar” prefiero verlo de esa manera, esa escojo y estoy seguro que el acordaría conmigo lo mismo.
En mi mente y en los recuerdos que aprendí a construir de mi Abuelo, lo veo como un hombre solitario, de a caballo. Con su sombrero siempre puesto, de mirada y sonrisas ladinas. Un hombre largo, “muy avanzado” como diría un amigo de Reynosa. Un individuo muy astuto y muy sagaz, pero que al primer contoneo de un par de pompis corríamos el peligro de perderle. No que me constara, ya que esto último era más un mito urbano o ranchero para ser preciso.
Me enteré de su fallecimiento por una llamada de mi primo Chano. Recuerdo que me quedé muy callado, enmimismádo. La chica con la que andaba saliendo en aquel momento, notó que algo me acongojaba ese día que nos vimos. Me preguntó si me iría a Monterrey o a Coahuila a estar con mi familia. Yo le dije que no. Desde el fallecimiento de mi primo Edgar hace ya algunos años me convencí que en ese tipo de reuniones familiares, prefería estar ausente. Es raro. Pero es una decisión que de cierta forma me sitúa en una zona de confort, en un “no pasó nada” es una negación convenenciera que a la vez me permite no escuchar de mi familia lamentos de quienes no hicieron en vida lo que ahora añoran y ven, como a quién ya se le pasó el colectivo y sabe que no lo va a alcanzar. Yo sé y estoy consciente que jamás fui muy afín a Don Pancho. Que incluso sabiendo que me apoyó económicamente en muchas ocasiones en mi etapa de estudiante y seguramente también de niño, pero algo me impedía ser del todo afable con el abuelo. Yo no deseo volver el tiempo atrás tampoco. Ni me arrepiento de ninguna de mis acciones porque a esta experiencia de vida venimos a aprender y en esa trayectoria, a veces lastimamos a quienes ni la deben ni la traen. Cuando más distante estuve con él, fue en sus últimos años, precisamente cuando más orgullo manifestaba por tener un nieto médico. Muchos en la familia, por cuestiones que sólo ellos saben me masomeneaban, muchos que incluso me quieren mucho y a quienes yo quiero igual, tampoco me transmitían que sentían mucha fe en mis acciones o futuro (yo tampoco apostaría mucho por mi jeje). Don Pancho no. Dicen que una de sus frases preferidas solía ser: «es un bueno para nada», la usaba cuando algo no te gustaba o no apetecías. Jamás me la dijo a mí y eso se lo agradezco pues con mi ultrasensibilidad y piel fina lo hubiera mal interpretado. Así como yo era bueno para leer lo ladino de sus sonrisas, su mirada pícara y otras cosas más, también puedo aceptar que siempre lo sentí genuino en su orgullo cuando hablábamos de asuntos médicos y analogías entre sus andanzas quirúrgicas con las reses y las mías con pacientes.
No pretendo caer en lugares comunes cómo el típico de “no hay muerto malo, ni bebé feo”. Mi abuelo tenía claroscuros y arcoíris o abanicos de vivencias injuzgables, como todos los seres humanos. Los seres vivos en esencia somos buenos y mi abuelo tenía obviamente un poco de cada cosa. Qué chingón. Decía mi maestro de redacción en la prepa que siempre somos pretenciosos cuando escribimos algo, y en esta racionalización o reflexión que he decidido compartir (esperando sean pocos los bostezos para este momento) es más mi aceptación a esa parte Zamarrón que parece, que a lo largo de mi vida, me negaba a observar. El lado Collado por diferentes motivos, en mi cosmovisión, lo reconocía siempre más presente o vivo que el lado Zamarrón. Hoy caigo en cuenta que soy mucho de los dos. Más cabrón que bonito. Tal vez, más desierto, Coahuila, solitario, Zamarrón y ladino qué Collado.
No es un cliché, creo que es cierto que en la mayoría de las veces, lo que más detestas o criticas de alguien, es precisamente de lo que padeces, pero no te atreves a ver en ti mismo. Tengo dos años que comencé a tocar la guitarra de manera empírica, algo me llamó a ella y ahora le dedicó hartas horas nalga, me relaja y hace que el tiempo pase sin que sienta su caminar.
Por lo pronto, me subo a mi caballo, perdón… Quise decir moto. Me pongo mi sombrero, digo, casco. Veo mi chamarra de motorista, considero que todavía aguanta este mes antes de ir a la tintorería. Y apuro mi paso a esta morra nueva que me acabo de ligar.
De pocas cosas tengo certeza en esta experiencia de vida (y la verdad no deseo muchas, la incertidumbre me mantiene vivo) pero sí considero que somos sólo una extensión física de otra no física y que por ahí en el cosmos visitando de vez en vez, están las extensiones no físicas de nuestros seres queridos. No dudo ni tantito que cuando la de Don Pancho ve mis acciones, decisiones y experiencia de vida. Desde algún rincón, se pitorrea con esa risa ladina, me levanta con su mano sin que me dé cuenta, de los embistes de nuevos cabros que me tumban. Con esa mirada ahora mía, ahora nuestra.
Abrazo a todos con mucho cariño. Los quiero mucho.
Carlos Collado Zamarrón
Dr.
Carlos
Collado
Zamarrón